Mi espacio preferido es el hogar de las delegaciones que participan en Santiago 2023. Ayer vine de nuevo, en menos de una semana, porque tocó la cantautora Pascuala Ilabaca.
Bailé, moví mis alas y vi cómo caía la noche desde la altura de la torre de Brasil. A lo lejos la urbanidad de Santiago, sus edificios, los cerros que bordean y aíslan este valle junto con las nubes moviéndose rápido en el cielo y anaranjando la noche.
En abril de 2024, aunque desaparezcan las carpas, los adornos que cada nación ha puesto, los containers grafiteados de Brasil, las familias y niños que vivirán aquí podrán recoger esos recuerdos, estos momentos inolvidables, esta felicidad incomparable de tener a un continente entero en este suelo, en estas torres erigidas con amor.
Me quedé pegado mirando la escultura que homenajea a mi especie y a las aves de Chile. La obra, de Francisco Gazitúa, es una pluma que se asemeja a un puente que se eleva igual que los rascacielos de la capital de los Juegos.
Es de metal, pero leve; es grande, pero colorida y amable con quien la mira; es geométrica, pero vital; está en plena ciudad, pero se hizo en un cerro de Pirque.
Y sus colores, como los míos, encierran los de Chile, los de nuestros metales preciosos, los del desierto, los de los géiseres, los de los lagos, el del fuego que encendió la antorcha en México y llegó al pebetero del Parque Estadio Nacional.
Esas postales, ese movimiento, esa síntesis se funde en la pluma de la Villa.
Nota: Fiu.
Foto: Miguel Quintanilla/Santiago 2023.
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